Banca. Su Pertenencia

Dr. Jorge Reinaldo Vanossi
Diputado Nacional

El análisis de esta cuestión debe encararse, fundamentalmente, atendiendo a que la necesidad del Estado democrático moderno exige un sistema de partidos. De lo que aquí se trata, en definitiva, es de recordar el fundamento filosófico mismo de la representación política, para analizar luego en ese contexto el funcionamiento y el rol de los partidos políticos; su participación en el esquema representativo y también sus límites. Es bien sabido que ante la imposibilidad práctica de auto gobernarse en forma directa que tienen las sociedades en la actualidad, el pueblo no gobierna ni delibera sino por medio de sus representantes (Artículo 22 de la Constitución Nacional). Este es un principio elemental y básico del sistema republicano.

La democratización de la sociedad y el surgimiento de determinadas ideologías o creencias de clases o grupos, que observaban que sólo mediante la organización política podían llegar al control del poder, permitieron extender la base de la representación política a través de la extensión del sufragio no condicionado. Todo ello determinó que, en la compleja sociedad moderna, el partido político apareciera como una entidad intermedia entre el individuo y el Estado, con la función primordial de aglutinar a determinado sector de la sociedad detrás de una ideología, pero además con el rol fundamental de poner orden en la representación política. Sin duda entonces que tales entidades intermedias resultan de existencia necesaria e imprescindible en el funcionamiento de las democracias modernas, y su papel ha llegado a resultar de tal importancia, que ha motivado se acuñen expresiones tales como “partidocracia”; “Estado de partidos”; “gobierno de partidos”, etcétera. Todo ello en virtud de la injerencia que tienen en la designación de los candidatos.
 
Quiere decir entonces que, en la actualidad, el partido político resulta el único instrumento apto para designar y elegir a aquellos que han de ocupar los cargos electivos. Intervienen con exclusividad en la postulación de candidatos, pero ello no los autoriza a arrogarse la titularidad de las bancas de los candidatos electos. Ello es así toda vez que la presencia de los partidos políticos en la democracia representativa se asienta en que, a través del partido, se cumple el esquema de la representación política de una manera organizada, permitiendo la participación disciplinada del electorado enrolado en una u otra ideología política. No presupone en manera alguna cercenar el derecho inalienable del pueblo —único y exclusivo titular—, que es el derecho de elegir a través del sufragio.
 
El partido nomina y el pueblo elige a través de la función pública no estatal del voto. Quiere decir que el titular del derecho es el pueblo, y los partidos políticos resultan los moldes donde estos derechos se vierten en la búsqueda de la organización política de la sociedad.
Es claro entonces que al “acto de nominación” por parte del partido se le suma el “acto de la elección” por parte del cuerpo electoral. Encontramos entonces una operación compleja, que comienza con el reclutamiento de los candidatos para ejercer la dirigencia política —luego propuestos por el partido en el acto electoral—, y continúa con el sufragio emitido por los electores, quienes optan entre los distintos aspirantes. Vemos así reflejada claramente esa operación compleja.
Por lo tanto, si el partido pretendiera arrogarse la facultad de revocar el mandato de un legislador (que integró la lista en los comicios), estaría usufructuando la potestad electiva que sólo es del pueblo. El derecho soberano de elegir lo tiene el pueblo. El partido lo único que hace es nominar.
 
De lo dicho se infiere categóricamente que las bancas no pertenecen al partido, sino al pueblo, según el marco de la Constitución vigente (de lege lata).
 
Esta afirmación está plenamente consagrada en el texto de nuestra Constitución Nacional en el Art. 44, cuando dice: “Un Congreso compuesto de dos Cámaras, una de Diputados de la Nación y otra de Senadores de las provincias y de la Capital...”. Mientras la Constitución sostenga claramente que los representantes lo son de la Nación (o de las provincias o de la Ciudad de Buenos Aires, para el caso de los senadores), habrá una contradicción insalvable entre los principios que informa la Carta Magna y cierta doctrina de la “partidocracia”. Sólo mediante una reforma constitucional podría incorporarse al texto constitucional la pertenencia de las bancas a los partidos. Por el momento, sostener esta tesis es manifiestamente inconstitucional.
 
La clara interpretación que surge del texto de la Constitución fue sostenida en reiteradas oportunidades en el ámbito de la Honorable Cámara de Diputados. En efecto, en el Diario de Sesiones de 6 de abril de 1920, y con motivo de la renuncia presentada por el diputado Becú, se sostuvo que: “Señor Costa: [...] los diputados representan aquí o ejercen aquí una función del gobierno representativo; no es éste el gobierno directo del pueblo, ni como es sabido el pueblo no delibera ni gobierna; de manera que el diputado ejerce su mandato según su ciencia y conciencia por el tiempo en que dura el cargo que le ha sido discernido, derivando el cumplimiento de sus deberes de los dictados del momento político o de interés público en que fue elegido y de la línea de conducta que ese momento le hubiere trazado...”. Y agrega luego: “Esta cuestión proviene un tanto de la tendencia que se acentuó en cierto momento de nuestra vida política, allá por el año 1895, me parece, de introducir en la representación parlamentaria la dirección de los comités. Y esto nos ha llevado a otra novedad, a partir de entonces en nuestra vida parlamentaria: la formación de los bloques. De manera que por ese medio se viene a ejercitar no ya el sistema representativo según la ciencia y conciencia del diputado sino el gobierno directo del pueblo según la voluntad de los comités. Y yo creo que eso es desvirtuar la orientación de las ideas y el sentir que los diputados deben tener en esta Cámara” (Diario de Sesiones, pág. 863, 1920).
 
“Señor Maidana: Estas bancas que estamos ocupando corresponden al pueblo de la Nación Argentina o sea a sus legítimos representantes y no al partido radical, ni al partido socialista, ni al partido demócrata al que estoy afiliado. Podemos tener cualquier disidencia con nuestros correligionarios porque partidos donde no hay más que unanimidades no exteriorizan sino los renunciamientos a los deberes del civismo y de los sentimientos íntimos que puede tener cada uno de sus componentes en la lucha por el mejoramiento de las instituciones argentinas. [...] Por eso, cuando los hombres se incorporan a un partido político no enajenan su conciencia; tienen primero deberes que cumplir, que están antes que los deberes con los correligionarios, como son los deberes que tiene todo ciudadano para con la República” (Diario de Sesiones, pág. 864, 1920).
 
Continua diciendo Maidana: “Cuando Becú se incorporó a esta Cámara y prestó juramento de defender la Constitución y las instituciones de la patria, se desvinculó del Partido Radical para aceptar la representación de todo el pueblo de la República...”.
 
La misma interpretación fue sostenida cuando, con fecha 28 de julio de 1922, se trató la expulsión por un supuesto acto de indisciplina del diputado Maidana del Partido Demócrata de Córdoba y su posterior incorporación a la Unión Cívica Radical (Diario de Sesiones, páginas 464 y siguientes, 1922).
 
Por último, en igual sentido se expresaron los diputados justicialistas Jesús Porto y Julio Bárbaro cuando en 1976 reiteraron “claramente que cada legislador representa al pueblo que lo elige” (Clarín, 21/01/1976) antes que al partido al que pertenecen.
 
Quiere decir entonces que, ya sea del propio texto constitucional, así como también de la interpretación correcta que se hiciera de él, en todos los casos en que se plantearon cuestiones similares cuyos antecedentes parlamentarios fueron traídos a colación, surge con prístina claridad que las bancas no pertenecen a los partidos.
 
Al no pertenecer las bancas a los partidos políticos, la renuncia y posterior incorporación a otro bloque no afecta el funcionamiento del órgano, sino por el contrario, mantiene al legislador en sus funciones por el mandato que el pueblo le ha dado y logra mantener la integración de la Cámara, objetivo fundamental para su buen funcionamiento.
 
Una última reflexión: no es dudoso que el legislador deba gozar de la máxima libertad de conciencia para cumplir debidamente el mandato que le ha otorgado el pueblo. Si el legislador debiera sujetarse a los mandatos de su partido —el que puede ocurrir que se encuentre momentáneamente dominado por un grupo—, perdería su libertad de criterio. Y ello redundaría sin duda en una disminución de una de las funciones que debe preservar el Parlamento: una especie de caja de resonancia de las inquietudes que diariamente preocupan al pueblo, y que el legislador debe procurar, interpretar y traducir en el seno de su respectiva Cámara.

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