Consejo de la Magistratura
Dr.
Enrique Hidalgo
Secretario Parlamentario de la H.C.D.N.
Los Consejos de la Magistratura son “comisiones mixtas”, en tanto integradas por representantes de diferentes estamentos sociales o instituciones que, según cada modelo, están investidas de atribuciones vinculadas con la designación, contralor, remoción de los jueces y con el gobierno del Poder Judicial o servicio de justicia
[1].
Tienen origen remoto en las experiencias italianas del siglo xix
[2], pero puede afirmarse que su gran desarrollo tuvo lugar en la segunda posguerra del siglo xx, fundamentalmente en Italia y Francia, y, luego, en muchos países, como España, Portugal, Grecia, Turquía, Gabón, Irán o Colombia, entre otros, obviamente con integraciones y atribuciones muy variadas. Sin perjuicio de lo anterior, creo que se puede sostener que la institución está emparentada con los sistemas parlamentarios o semiparlamentarios, aun cuando se haya aplicado a algunos presidencialistas.
Los defensores de la instalación de los Consejos expresan diferentes argumentos. Los principales fincan en la necesidad de asegurar a los jueces su independencia de los poderes político, económico y corporativo, como un medio para lograr el fin principal: la imparcialidad del juzgador. Ello pretende ser logrado mediante un sistema de designación, control y remoción donde a la decisión de la autoridad política se le suma la ponderación técnica de las aptitudes del candidato. Además, habitualmente los Consejos poseen atribuciones de administración del presupuesto, lo que se funda en que los jueces deben dedicarse a impartir justicia en los casos que se les presentan, y no a administrar recursos. En algunos autores, esta administración de recursos por un organismo ajeno a las autoridades judiciales propiamente dichas facilita la independencia del juez inferior respecto de los superiores o de apelación y, asimismo, evita el corporativismo y estimula una carrera judicial por méritos y no burocrática.
En la Argentina
[3], los Consejos aparecieron primero en el derecho público provincial y, luego, en la Constitución Federal, recién con la reforma de 1994. Los motivos de esta modificación constitucional pueden rastrearse en la situación política de la época.
Cabe afirmar que la magistratura judicial provenía de un período de escaso prestigio ya desde el gobierno militar (1976-1983), cuando, salvo excepciones, no hubo en ella un freno a los abusos del gobierno de facto, aun ante graves violaciones a los derechos humanos. No obstante, entre 1983 y 1989, mediante la integración de la Corte Suprema con algunos juristas de talento, y ciertos hitos —como el juicio a los ex comandantes del gobierno militar—, el Poder Judicial pareció recuperar prestigio. Durante la década de los noventa los jueces federales y la ampliada Corte Suprema fueron objeto de severas críticas por su falta de imparcialidad en los casos que interesaban al gobierno o de relevancia económica. Lo cierto es que el desprestigio generalizado dio fundamento político a quienes creían que era necesario un cambio y, en este sentido, la incorporación de un Consejo de la Magistratura fue un elemento ponderado.
Así, durante el año 1993, ante el avance del sector liderado por el entonces presidente Menem para lograr una reforma constitucional que permitiera la reelección presidencial, la Unión Cívica Radical, conducida por Alfonsín, cambió su oposición por un acuerdo, donde se pactaba una serie de modificaciones a la Constitución que debían ser votadas en bloque. El llamado Pacto de Olivos establecía la incorporación, entre otras instituciones, de un Consejo de la Magistratura con amplias facultades, y fue consagrado durante la Convención Constituyente del año 1994 en el artículo 114 de la Constitución. La finalidad política durante los noventa no fue lograda, pues el Consejo no operó como contrapeso de la cuestionada Corte ni del Fuero Federal. En este aspecto, recién desde fines de 2002 comenzó un cambio —profundizado desde 2003—, al menos en lo que la integración de la Corte respecta, pero tampoco puede atribuirse a la acción del Consejo.
El Consejo creado tiene facultades para: a) la selección por concurso de los aspirantes a jueces nacionales, mediante la emisión de una terna vinculante para su designación por el Poder Ejecutivo, con acuerdo del Senado; b) la administración del presupuesto del Poder Judicial; c) el ejercicio de facultades disciplinarias sobre los magistrados, aun hasta la apertura del proceso de remoción que debe ser luego juzgado por el Jurado de Enjuiciamiento; y d) el dictado de los reglamentos vinculados con la organización judicial.
Durante el debate en la Convención constituyente, tanto en la Comisión de Núcleo como en el Plenario, se debatió si él debía ser el gobierno del Poder Judicial. De hecho, la Corte Suprema, tanto la de los años noventa como la renovada a partir de 2002 y 2003, ha competido con el Consejo en el ejercicio de las atribuciones de gobierno del Poder Judicial, es decir, las vinculadas al presupuesto, remuneraciones, y, de algún modo, a quien es la cabeza de ese poder. En cambio, ha ejercicio sin contratiempos las facultades relacionadas con el control del mal desempeño como causal de remoción, pero también allí la Corte ha pretendido tener la última palabra al atribuirse jurisdicción para analizar el respeto al debido proceso ante la sentencia del Jurado, aun ante la expresa norma en contrario establecida en la Constitución. Por último, el poder reglamentario no ha sido explorado en profundidad.
El otro tema relevante es la integración. La Constitución exige una integración periódica y equilibrada entre la representación de los órganos políticos resultantes de la elección popular, los jueces y los abogados, incorporando también a personas del ámbito académico y científico. A mi modo de ver, es el Congreso quien resuelve en la sanción de la ley cuál es el equilibrio razonable en cada etapa. La mayor participación de representantes de órganos políticos produce críticas fundadas en su eventual falta de preparación técnica o en la defensa de intereses políticos o partidarios y, por el contrario, la mayor incidencia de jueces y abogados es objetada por la posible cristalización de prácticas corporativas o de confusión de intereses, sumadas a su desvinculación de la voluntad popular expresada electoralmente. Actualmente rige la ley 24.937, modificada por las leyes 24.939, 25.669 y 26.080.
Analizar el lugar del Consejo de la Magistratura en sistemas presidencialistas obliga a repensar la aplicación práctica de la doctrina de separación de poderes o funciones, y a reflexionar sobre la función del Poder Judicial y el concepto de independencia judicial como un medio para lograr la imparcialidad del magistrado. De suyo, ello se vincula con las atribuciones de los órganos políticos, por medio del Consejo de la Magistratura o por leyes del Congreso, de establecer políticas judiciales generales sin que por ello se interfiera en la decisión de cada caso. El tema excede este breve comentario.
[1] Traté el tema con mayor extensión en
Controles Constitucionales sobre Funcionarios y Magistrados – Un estudio sobre el juicio político y el Consejo de la Magistratura en la Argentina, Depalma (Lexis Nexos), Buenos Aires, 1997.
[2] Ver, entre otros, Alessandro Giuliano y Nicola Picardi,
La Responsabilità del Giudice, Giuffrè, 1987, Milán; Cesare Azzali
I Consigli Giudiziari, CEDAM, Padova, 1988.
[3] Es un dato interesante advertir que el Estatuto Provisional para la Dirección y Administración del Estado de 1815 dado por la Junta de Observación de 1815, redactado por la Junta de Observación organizada a partir del derrocamiento de Alvear, conformada por Gascón, Medrano, Saenz, Serrano y Anchorena, pretendía establecer un Poder Ejecutivo limitado (duraba solo un año en el ejercicio), pero al cual se le atribuía el nombramiento de los jueces, pero cuando se trataba de los jueces de cámara, estaba sujeta a la propuesta del cuerpo de abogados residentes en la ciudad asiento de la cámara respectiva. Ver Sección IV, Capítulo II, art. III a V. Ver Sampay, Arturo,
Las Constituciones Argentinas - (1810/1972), Buenos Aires, EUDEBA, 1975, T I y II, p. 218.