Control judicial de actos del Congreso

Dr. Enrique Hidalgo
Secretario Parlamentario de la H.C.D.N.

Cuestiones políticas no justiciables

Mucho se ha escrito sobre la judiciabilidad de las decisiones de los órganos políticos. Sugiero analizar el tema desde el punto de vista de la organización política del Estado y preguntarse: ¿debe existir un órgano o un conjunto de órganos que en todos los temas tenga la palabra final respecto de la corrección normativa de cada acto político o administrativo, sea del Congreso, del Poder Ejecutivo o de las “comisiones mixtas”, como el Consejo de la Magistratura o el jurado de enjuiciamiento? O, en igual sentido, ¿todos los actos políticos o administrativos pueden ser resumidos, debatidos y resueltos en el formato de un proceso judicial, contradictorio, donde actor y demandado son “dueños” de la acción, y el tercero —que se supone imparcial— tiene la palabra final? En otras palabras, ¿queda espacio para que el Poder Legislativo o el Poder Ejecutivo ejerzan alguna facultad en el máximo nivel si no les será reconocida la palabra final —cualquiera que sea— a la hora de interpretar la Constitución, al ejercer las atribuciones que les son propias?

 
En una sociedad democrática, las respuestas las tiene el pueblo y se expresa como poder constituyente. La Constitución desarrolla en normas una idea política, y allí debemos encontrar las respuestas. Propongo ver el caso desde el punto de vista de un jurista y desde el del político, pues sus herramientas metodológicas, sus intereses y sus objetivos, sus perspectivas, no siempre son iguales y, creo, tienen tanta autoridad unos como otros. Unos administran el poder para que este sea viable como Estado; y los otros, las normas con igual fin.
 
Algunos juristas sostienen que, en realidad, la judiciabilidad de todos los temas, aun los políticos, no está sujeta a una decisión del pueblo expresado en poder constituyente, sino que hace a la lógica del sistema o que tiene origen en una suerte de derecho natural. Esto es errado. Nada indica que resulte contrario a principios lógicos atribuir facultades a una o a otra institución y, por cierto, no creo en derechos naturales (y aun así, tendría poco de natural que en un sistema democrático la última palabra la tuvieran siempre, justamente, quienes no expresan —al menos directamente— la voluntad del pueblo). Claro que es bueno que siempre se respeten ciertos estándares, como el respeto por los derechos humanos, pero ello no implica que se deba sostener que solo se logra un gobierno democrático y republicano si, y solo si, el Poder Judicial tiene la palabra final en materia de, por ejemplo, declaración de guerra, estado de sitio, juicio político, juzgamiento de títulos y derechos de los legisladores, procedimiento de sanción de las leyes, etc.
 
Si no es una imposición del “orden de las cosas”, sino de la decisión política del constituyente, cual es la extensión de las atribuciones de cada órgano, parece que, entonces, juristas y políticos tienen bastante por decir y por hacer para desentrañar si el sistema funciona como lo previeron los constituyentes —o, mejor, surge de la norma constitucional— con una u otra respuesta.
 
La Corte argentina ha dicho desde un fallo antiguo del siglo xix, sin expresar fundamentos extensos, que ella es la intérprete final de la Constitución y, en 1993, lo llevó en “Nicosia” a un estatus de dogma. No lo dice la Constitución, al menos en esos términos. ¿Se puede extraer del artículo 116? Solo si existe una causa. Y esto, en las cuestiones políticas, nos lleva al comienzo: ¿existe causa —es decir, un proceso judicial idóneo— cuando se trata de debatir y resolver la declaración de guerra, el estado de sitio, el juicio político, el juzgamiento de títulos y derechos de los legisladores, el procedimiento de sanción de las leyes, etc.?
 
En términos formales parece que bastaría con investigar el sentido de “causa”, pero no creo que sean suficientes las herramientas de los juristas, ya que, por ejemplo, no buscamos la “naturalezas jurídicas” de institutos de derecho privado, pues no tenemos por objetivo asegurar un derecho individual. En otras palabras: el tema que nos ocupa no involucra en forma directa decisiones que afectan el patrimonio, la honra o la libertad de Juan o Pedro, sino las decisiones del pueblo expresadas a través de los “órganos resultantes de la voluntad popular”. Cabe reflexionar que si durante siglos ha sido difícil dar respuestas teóricas a la representación popular, subsumir ello en una representación procesal idónea y obtener un procedimiento donde tengan lugar todos los intereses y opiniones —que el mandato popular implica— parece imposible.
 
Cuando nos referimos a la existencia de “causa”, un primer punto para establecer cuándo el Poder Judicial no debe intervenir es analizar cuál es el derecho cuya protección se reclama. Resulta aceptado que cuando se involucran derechos individuales el paradigma de las cuestiones políticas se ha reducido: si hay derechos individuales hay causa y la Justicia puede intervenir. El tema de la no justiciabilidad queda, entonces, para los casos que no involucran derechos individuales, donde se debate de quién es la atribución política. Matienzo, Procurador General de la Nación de principios del siglo xx expresaba que la jurisdicción de la Corte, en Estados Unidos o en la Argentina, jamás debía invocarse para otro debate que el de derechos individuales; nunca en conflictos entre los poderes de la Nación o entre los de las provincias. Existe pues causa cuando hay un derecho subjetivo violado y se puede identificar, como contraparte, al infractor del derecho invocado, quien debió haber incumplido una obligación reconocible.
 
Veamos dos preguntas que representan casos “políticos” característicos:
 
1) ¿Respeta el uso habitual del lenguaje jurídico afirmar que Juan tiene derecho a que no se declare una guerra por medio de los órganos habilitados por la Constitución? 2) ¿Tiene derecho A —un funcionario sometido a juicio político— a no ser removido si se reúnen las mayorías constitucionales?
 
Para la primera pregunta considero que todos pueden reclamar por una violación de sus derechos individuales por el acto político (declaración de guerra, estado de sitio, intervención federal); pero no proponer que un juez reemplace al órgano habilitado por la Constitución para revocar el acto. El Poder Judicial no puede asumir jurisdicción en un caso donde un ciudadano pretende que, por la vía del proceso judicial, se suplante el proceso electoral (político) de conformación del órgano que expresa la voluntad popular. Pues implica poner en cuestión la decisión electoral en un proceso donde todos los participantes no tienen lugar, ni como actores ni demandados. El Congreso se expresa en asamblea, en un proceso de creación colectivo y reglado del acto o norma, irreproducible en un sistema de debate judicial. ¿Cómo someter ese procedimiento de análisis, creación y decisión a las normas de un juicio contradictorio? ¿Cómo someter la autoridad del pueblo y su decisión —por medio de representantes— al juicio contradictorio donde la no contestación de la demanda implica admitir hechos? ¿Cómo puede absolver posiciones o conciliar un representante de esa asamblea que, de suyo, es irrepresentable? No hay debate judicial que lo permita. La teoría procesal no puede subsumir al derecho político y constitucional.
Para la segunda pregunta quedan también las objeciones procesales, pero admito que hablar, en algún sentido, del derecho al cargo resulta más plausible para el uso del término (aun cuando no consiento que nadie diga que tiene derecho a mantenerse en un cargo). Carré de Malberg dice que Jellinek niega que alguien tenga derechos subjetivos como expresión de un órgano, pero él parece admitir el derecho al cargo. Esa distinción no ayuda demasiado en esta controversia. Porque el punto no es si A tiene derecho a no ser removido —pues es obvio que no lo tiene—, sino quién es el órgano con la última palabra para decidir si debe o no ser removido.
 
Se han establecido criterios para identificar las cuestiones no justiciables y el tradicional es si algún órgano recibe de la Constitución la atribución de decidir el caso de modo final: si hay una atribución constitucional de la facultad, y no es al Poder Judicial, este queda excluido. La cuestión es política, precisamente, porque el constituyente eligió a un órgano político para expresar una voluntad de este orden. Por ello, en el caso del juicio político citado, la Constitución argentina es clara y establece que el fallo lo dicta el Senado en el juicio parlamentario, o el jurado de enjuiciamiento en el supuesto de los jueces inferiores (el agregado de ser no recurrible, en este caso, según autorizados constituyentes, no acredita que la Convención de 1994 quiso diferenciarlos). Pero la Corte (casos “Nicosia, “Brussa”, “Moliné”, “Boggiano”, etc.) se empeña en atribuirse el control, formal o sustancial, de las decisiones de ambos órganos, y sin mucho más esfuerzo argumental que aquello de llamarse el intérprete final de la Constitución.
 
Todos tienen derecho a una remoción ajustada a la Constitución, pero ¿es la Corte o el Senado quien debe decidir si la remoción es justa? La respuesta afirmativa de un derecho susceptible de tutela judicial por el removido daría a la “contraparte” —ya sea la Cámara de Diputados o el Consejo de la Magistratura— un derecho similar a la remoción, pero considero que nadie apoyaría que una Corte pudiera revocar un fallo absolutorio del Senado o del jurado por violación de los “derechos” de los órganos acusadores (en un caso de fines del siglo xix, Joaquín V. González, como diputado, expresamente lo niega, con talento y sentido común).
 
Vuelven, así, las objeciones procesales y el tema de la existencia de causa. La Corte es la dueña de las causas, pero no de todas las cuestiones ni de la capacidad de controlar a los otros poderes, excepto cuando interfieren en los derechos subjetivos o, si se prefiere, en los intereses jurídicamente tutelados (así se abarca también a los derechos de incidencia colectiva), a los cuales el legislador o el constituyente les dio acción; es decir, la posibilidad de instar ante los jueces su reparación. La lógica de los juristas no nos deja solo paradojas, y todavía podemos abundar en sus soluciones donde se mezclan algunos razonamientos políticos, desde el punto de vista de aquel arquitecto constituyente que mencionamos.
 
En los Estados Unidos la Corte ha ido fijando criterios. La cuestión política cesa cuando existe una norma que atribuye la competencia de modo indisputable. También, cuando la cuestión es dudosa, conviene que sean los actores políticos los que encuentren la solución mediante el proceso político, algo que —según creo haber leído en Richard Buró— auspiciaba Madison. Modernamente se ha destacado la impronta de Scalia, quien interviene desde el poder de la Corte para provocar que los órganos políticos (Congreso) den soluciones o suplan omisiones que le son imputables: fuerza la solución política. También corresponde la abstención judicial cuando el juez advierte que no es el órgano que posee —ni podría ni debería poseer— la mejor información para decidir.
 
Otros parámetros de la Corte de los Estados Unidos son: la inexistencia de criterios susceptibles de ser descubiertos y administrados por los jueces para resolver, la imposibilidad de adoptar una solución independiente sin expresar una falta de respeto debido a otra rama del gobierno, el potencial bochorno por las soluciones contradictorias, y la imposibilidad de adoptar una decisión independiente sin adherir irreflexivamente a una decisión política. Estos criterios son la visión de un jurista que sale de la búsqueda de soluciones en los textos o en las herramientas propias del análisis normativo, que va más lejos y se propone ver las consecuencias prácticas de sus decisiones. Y va más allá también de algo tan obvio como: ¿sirve dictar un fallo que nadie cumplirá? (Paixao ha dicho con ironía que si de una Corte dependiera quién es o será el presidente, seguramente coronaría a aquel que tuviera el poder para serlo).
 
Esta búsqueda expresa la intención de ser parte del gobierno de un Estado y de interpretar la Constitución de modo que el juego sea armónico y nadie se suponga, antes o después, el cenit del conjunto institucional.
 
En mi opinión, el Poder Judicial no es la palabra final en todo debate político. Si la Constitución atribuye una decisión al Congreso o al Poder Ejecutivo o al Consejo de la Magistratura o al jurado de enjuiciamiento, etc. ¿por qué motivo los jueces invocan autoridad para corregirlo? La infalibilidad solo es predicable en sistemas normativos religiosos, no en el derecho moderno. Por lo tanto puede equivocarse el órgano político, tanto como puede errar el juez. Y si la solución dada por el órgano político fuera insuficiente, puede enmendarse todavía a través de las urnas. Preferir soluciones mágicas lleva, a veces, a conclusiones absurdas como creer que algún gremio o sector —por ejemplo, los militares— es superior intelectualmente a los políticos favorecidos en elecciones. No me parece que la teoría postule que en el Poder Judicial esté la reserva intelectual que enseñe a los políticos cómo administrar las decisiones políticas, cualquiera fuera la intensidad de las reglas que regulen el acto. Por cierto que la formación (cultural, social, académica y de vida) de cada integrante de las distintas ramas del gobierno son diferentes, y nadie debe subestimar o creer que todo puede salir de su decisión.
 
Si el análisis normativo no autoriza a encontrar “causas” que permitan a la Corte autoadjudicarse inequívocamente la “interpretación final” en las cuestiones políticas, veamos si la práctica política y constitucional lo aconsejan. Nadie negaría que el catálogo de los errores de los políticos sea amplio, de suyo. Pero tampoco que cortes argentinas (aun conformadas por juristas de prestigio) han convalidado situaciones de derechos individuales violados groseramente (recuerdo durante el Plan CONINTES el caso “Pucci” —con disidencia de Orgaz—, por citar un ejemplo a veces olvidado) o institucionalmente indefendibles (la acordada de 1930), para no mencionar el período 1976-1983. Por cierto, es injusto y, creo, equivocado metodológicamente, hablar de la Corte como si fuera un ser pensante que se expresa como una unidad desde mediados del siglo xix, pues lo que ha expresado, especialmente en los temas políticos —en el más amplio sentido— son intereses cambiantes: la Corte de 1973-1976 no puede equipararse a la de 1976-1983; la de los años noventa no es la de 2003 ni la de 1983, etc.
 
Así, ninguna institución puede invocar una historia intachable para convencer respecto de que el control absoluto (doctrina “Nicosia”) es una instancia superadora en términos de calidad institucional o de mayor libertad, justicia y democracia. Por eso parecería que la distribución de las facultades es lo más prudente y aconsejable.
 
Tampoco creo que sea correcto dramatizar o aludir a un supuesto peligro de gobierno de los jueces, pues (como entiendo que insinuó una vez Paixao al referirse a lo absurdo de un control judicial en un juicio político a un presidente) los jueces tienden a legitimar situaciones de poder, y no a cuestionarlas. Es difícil imaginar revoluciones nacidas de una sentencia (aun cuando existieron sentencias revolucionarias). El peligro de un Poder Judicial que pretenda suplantar a los órganos políticos en las decisiones que, bien o mal (sobre eso juzgarán los votantes) adopten, no se expresará en conflictos dramáticos ni de cuestionamiento del poder electoral, sino en menor calidad institucional y en una desatención de los asuntos que sí debe resolver el Poder Judicial; por ejemplo, reitero, restituir los derechos individuales aun cuando son afectados por decisiones políticas.
 
Cuando el Congreso remueve a un juez de la Corte o al presidente, o declara nulo el título de un congresista electo, o dispone una intervención, o manifiesta que cierta norma es ley, etc., con acierto o error, ejerce la voluntar popular delegada y le da forma en asamblea, de un modo que no podría reproducirse en un proceso judicial y que sería insustituible por una sentencia. El caso del “conflicto de poderes” que puede provocar un fallo que sea desconocido por los otros órganos (como lo es una sentencia que desconoce la validez de un acto que dicta el Congreso, existiendo una norma constitucional que lo habilita) es grave. Pero puede ser solo anecdótico si se lo compara con un Poder Judicial que pretenda ser el guardián ideológico o político de las decisiones de los otros órganos, y que se aparte de la defensa de los derechos individuales en las causas para ingresar en la defensa de intereses políticos. Pues así como cuando un órgano político toma una decisión como las referidas, adopta un criterio político e ideológico, si el juez lo anula o reemplaza, no para el caso particular de un ciudadano tangencialmente afectado por el acto, sino en el acto en sí (anula una intervención, una declaración de guerra, repone a un removido o remueve a un absuelto, etc.) suplanta al órgano representativo y, naturalmente, lo hace expresando —consciente o no de ello— intereses políticos, sociales y económicos. Y eso, simplemente, no es su rol.
 
Entre otros motivos, creo que no es la atribución del Poder Judicial concebido en nuestras constituciones, porque el atributo principal del juez es la imparcialidad. La que puede quedar a un lado si no hay partes, de acuerdo con las dificultades procesales ya advertidas; o porque para adoptar una decisión política hay que asumir intereses, ideología, etc. y resulta peligroso que lo hagan funcionarios que no expresan —al menos directamente, como fue dicho— representación popular.
 
Cada órgano debe advertir su responsabilidad. El Congreso debe actuar con cuidado, pues debe saber que si viola derechos individuales el Poder Judicial lo desautorizará, lo que no es lo más agradable..., pero si se equivoca en una solución para una “cuestión política” como, en mi criterio, son las situaciones antes planteadas, nadie habrá más que él mismo para modificarlo, es decir: es irreversible. Y eso es mucho peor que algo “desagradable”. Todos actuamos más “irresponsablemente” si creemos que otro podrá hacerse responsable y enmendarlo. Y está aquí la doble cara de la división de atribuciones. No se trata solo de las mieles de ejercer las facultades que otorga la Constitución, sino de hacerlo correctamente de cara a quien realmente debe ser el juez de esos actos.
 

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