Sr. Presidente: Cada 9 de junio la memoria popular vuelve a reflexionar en torno a hechos que enlutaron a la Argentina. Todavía nos cuesta comprender cómo pudo derramarse tanta sangre fuera de la ley, aniquilando las más elementales normas humanitarias.
Para no prejuzgar o condenar por razones parciales a los protagonistas de aquellas jornadas tenebrosas (la misma historia ya se encargó de juzgarlos), tengamos en cuenta que el país se debatía, hacia mediados de 1956, entre una dictadura sanguinaria y la resistencia a la opresión.
Lamentablemente, los partidos denominados democráticos, que habían sido oposición del peronismo, apoyaron el baño de sangre. Todavía resuena la justificación inaudita del dirigente socialista Américo Ghioldi: “se acabó la leche de la clemencia”, dijo sin sonrojarse.
Pero, ¿qué había ocurrido aquel 9 de junio de 1956? Un grupo de oficiales, suboficiales y civiles decidieron sublevarse y exigir a la dictadura de Aramburu y Rojas (que estaba acompañada por el arco partidario antiperonista) la devolución de los derechos políticos y civiles conculcados, para que rigiera la Constitución y el poder volviera a manos de su legítimo dueño, el pueblo de la Nación.
Ninguna de esas exigencias, se cumplieron. La respuesta fue el fusilamiento de 27 militares y civiles, sin que estuviera vigente la ley marcial. Quizás la nota más preclara de la verdadera intención de los fusiladores haya sido el crimen del general Juan José Valle, al que un Consejo de Guerra había exculpado de los hechos. Pero el presidente Aramburu igual ordenó su asesinato.
La intención era imponer el terror para acobardar al pueblo y a sus militantes. Era exterminar al oponente de cualquier modo, con cualquier pretexto. Un antecedente que 20 años después otros dictadores llevaron al paroxismo, provocando una tragedia que todavía estamos superando con memoria, verdad y justicia.
El coraje cívico de Valle y sus hombres ha quedado como un mojón en el devenir de la patria. Una marca que sirve para identificar a quienes sueñan con el imperio de la ley y el cumplimiento de la voluntad popular, y a quienes en nombre de la democracia y la Constitución se atrevieron a matar a mansalva con tal de imponer sus intereses facciosos.
Queremos como desea nuestro pueblo, terminar con las divisiones forzadas y con las pasiones gastadas. Ninguna república se construye sobre el abatimiento del contrario, sobre la difamación sistemática y mucho menos en nombre de una supuesta democracia que privilegia la muerte.
La idea se defiende hasta dar la vida. Es la enseñanza de Valle. Y el odio es posible cuando no se respeta el orden constitucional fundamentado en la soberanía del pueblo.
Aramburu y los representantes de la revolución libertadora pretendieron hacer un país de espaldas a la soberanía popular, con discursos y fórmulas ajenas a la idiosincrasia de los argentinos. Sólo lograron quebrar la vigencia del Estado de derecho y el sometimiento del país a los dictados de los organismos financieros internacionales.
Una democracia que impone la muerte, la proscripción, la cárcel y el saqueo de la renta nacional, no es una democracia, es una dictadura despreciable. Eso fue lo que reemplazó al peronismo en 1955. Aprendamos que de los defectos y de los errores de los gobiernos constitucionales se sale con más democracia y no con dictaduras.
Dios quiera que las fuerzas partidarias antiperonistas, los empresarios, instituciones de la civilidad y medios de prensa opositores al justicialismo, hayan comprendido el mensaje de aquellos hombres civiles y militares que alguna vez se rebelaron contra la opresión para que la justicia social, la independencia económica y la soberanía política hicieran de la Argentina una auténtica democracia, una verdadera república, con un pueblo feliz.