Le aseguro que no es sencillo para mí ni me deja en una situación cómoda oponerme a la sanción de esta ley, y no lo es porque al momento de contar los votos lo que vemos es sólo un “sí” o un “no” o una abstención y desconocemos el trasfondo, las motivaciones, el contenido de esos números que aparecen vacíos en el tablero.
Y este es un tema difícil de asumir con un “no”. Difícil porque necesariamente nos remite al dolor, a la pérdida, a la falta de administración de justicia, a la negación, al desconocimiento, a la violación de los derechos de las personas… Nos remite a todo aquello que decimos no acompaña lo humano pero que, lamentablemente, se presenta en acciones humanas a lo largo de la historia.
Este proyecto que nos toca considerar ha sido objeto de un amplio debate en las comisiones especiales, al igual que aquel que plantea la indemnización, beneficio o resarcimiento económico a las víctimas de la AMIA. Y ha sido objeto de un amplio debate, no porque tuviésemos diferencias en el fondo de la cuestión, en la necesidad de reparar y en la obligación del Estado de hacerlo, sino por nuestras discrepancias en los modos, en las cuestiones a atender y también en los montos, en la cantidad de dinero a pagar.
Por una parte, nuestra Nación adhiere –y personalmente acompaño- a la obligación de reparar el daño producido por acción u omisión del estado.
Por la otra, y como consecuencia de la primera, el Estado debe asumir el modo de hacerlo y también establecer los principios rectores. Y aquí es donde diferimos.
Personalmente, y tal como lo manifesté durante el tratamiento de cada una de las indemnizaciones propuestas, entiendo que la obligación de reparar no se limita ni debe limitarse a lo económico. Internacionalmente, se diseñaron unos principios básicos de reparación, conocidos como “Los principios de Theo Van Boven”. En ellos se establece, además de la cuestión económica, que el Estado debe, principalmente, garantizar algunas cuestiones como el acceso a la administración de justicia; la asistencia y acompañamiento a la víctima y sus allegado/as; garantizar la no repetición de los hechos, etcétera.
Lamentablemente, el proyecto que hoy se va a sancionar no incluye ninguna de estas cuestiones, ni abre un camino que garantice que se concretarán en un futuro próximo.
Podría decir que esta es la base que sostiene mi diferencia: que entiendo que lo sucedido merece y exige una atención que trascienda lo monetario. Pero la verdad es que no es la única.
Si asumiera discutir esto sólo desde lo económico, desde la cantidad de dinero a pagar a las víctimas y/o sus herederos y herederas, también difiero con lo propuesto y quedo imposibilitada de acompañar esta iniciativa por mis principios.
Si asumiera que ante la atrocidad que significa el atentado a la embajada de Israel, la única acción que cabe al Estado, al menos en lo inmediato, es pagar, no lo haría del modo que aquí nos proponen.
El proyecto en consideración, a la hora de sugerir los montos y los modos, se limita a una cuestión burocrática, por decirlo de algún modo, y asume su obligación desde lo establecido en un Código que no contempla, ni incluye, ni mide, ni regula la responsabilidad del Estado sino que pone precio al daño, a la pérdida de las víctimas.
Para ser clara y aunque suene cruel: “Me niego a poner precio a la vida de la gente, me niego a pensar siquiera cuánto dinero puede costar un brazo, una pierna, un familiar…”
Y desde esta negación, sostuve y sostengo que todas las víctimas deben cobrar la misma cantidad de dinero porque lo que el Estado debe y está obligado a pagar es su responsabilidad y no el daño circunstancial. No nos equivoquemos, el daño producido a cada víctima, como dije, es absolutamente circunstancial. La no previsión, el desamparo y la falta de administración de justicia no determinaron la muerte o mutilación de cada víctima ni los daños materiales en tal o cual edificio, sino que permitieron y facilitaron la concreción del atentado y la impunidad de sus autores y cómplices. Desde esta visión sostengo que todas las víctimas deben cobrar la misma cantidad por su calidad de víctima y no por el daño sufrido. Yo me pregunto y les pregunto: ¿Desde dónde, desde qué criterio, desde qué sentido de humanidad, desde qué principio ético podemos poner precio a la vida y al cuerpo de la víctima? Y también les pregunto: ¿Cuánto consideran qué cuesta o qué precio le fijamos al miedo?
Entiendo que si vamos a limitarnos sólo a lo monetario, lo que debemos considerar, lo que debemos valuar es la responsabilidad del Estado.
Y en este punto radica mi otra diferencia: el monto que se establece es el mismo fijado por ley 24.411 para resarcir a las víctimas de desaparición forzada durante el período de terrorismo de Estado. Y ante esto, inevitablemente, surge otro cuestionamiento: ¿El Estado tiene la misma responsabilidad en el atentado a la embajada de Israel que durante los más de diez años en los que diseñó, implementó y veló por el cumplimiento de una política y accionar terrorista? ¿Tiene igual responsabilidad que ante el genocidio que llevó a cabo? Entiendo que no y si lo que estamos haciendo es poner precio a esa responsabilidad, el monto a pagar jamás debe ser igual al pagado a las víctimas de desaparición forzada.
No voy a extenderme más en los considerandos. Entiendo que todos y todas conocemos lo ocurrido durante uno de los períodos más trágicos de nuestra historia, en la que desde el Estado se ejerció una violencia sin límites y hasta casi impensable, así como también sabemos lo sucedido con el atentado a la embajada de Israel. Todas y todos sabemos lo sucedido y estamos en condiciones de evaluar el grado de responsabilidad.
Personalmente, como ya dije, sólo comprendo el resarcimiento económico desde esta óptica, desde el asumir la responsabilidad del Estado y comenzar a reparar de modo integral y a corregir para garantizar la no repetición. De otro modo, si –como hasta ahora- nos limitamos sólo a indemnizar, a pagar tal cantidad de dinero a las víctimas, no estamos asumiendo ningún principio ni voluntad de reparación sino transitando un camino por demás perverso en el que el Estado puede tranquilamente violar y/o conculcar los derechos y libertades siempre que después cuente con el dinero suficiente para pagar por ello.