El pasado enero se cumplieron 150 años desde la efectiva instalación y puesta en funcionamiento de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, lo que constituye una feliz circunstancia que amerita rendirle nuestro home-naje.
La Corte Suprema fue proyectada por los constituyentes de 1853/60 con la finalidad principal de asegurar la supremacía de la Constitución. Fue pensada para ser un tribunal de última instancia, que coparticipe del gobierno federal y cuya actuación judicial esté llamada a interpretar, en última instancia, la Constitución Nacional. Por eso, desde su configuración institucional y su génesis histórica existe una profunda y estrecha relación entre la Corte Suprema, la norma constitucional y la organización de un Estado verdaderamente democrático, republicano y federal. A lo largo de estos 150 años, los hombres y mujeres que dieron vida a la institución, procuraron llevar esta idea desde el papel a la práctica, y no siempre les resultó fácil.
Por de pronto, desde la sanción de la Constitución Nacional hasta la primera instalación de la Corte Suprema pasaron algunos años. Fue necesario, primero, sancionar la ley que definiera el número de ministros que tendría el tribunal ―que fue fijado en cinco― así como las normas de organización y procedimientos de la justicia federal. Ni bien el Congreso cumplió con estos pasos fundamentales y al día siguiente de la sanción de la ley 27, el presidente Mitre y su ministro Eduardo Costa pidieron al Senado el acuerdo para integrar el máximo tribunal con los doctores Valentín Alsina, Francisco de las Carreras, Salvador María del Carril, Francisco Delgado, José Barros Pazos y Francisco Pico como procurador general.
Debido a la renuncia de Valentín Alsina, la Corte comenzó su tarea con cuatro jueces. Estos cuatro magistrados juraron ante el presidente Mitre, en su despacho y con la presencia de todos los ministros, el mediodía del 15 de enero de 1863. Para cubrir el vacío dejado por la negativa de Alsina, Mitre nombró, el 10 de junio de 1865, a José Benjamín Gorostiaga, quien se convertiría en el líder intelectual de esta primera y fundacional etapa de la Corte Suprema. Se instaló el tribunal, provisoriamente, en dependencias de la que fuera la vivienda de la familia Ezcurra, en la calle Bolívar entre las de Moreno y Belgrano, donde había residido Rosas durante buena parte de su gobierno.
El 16 de enero de 1863 el ministro Costa remitió una circular a los gober-nadores de provincia dando cuenta de la instalación del tribunal y señalando que a partir de entonces quedaban garantizados "la propiedad particular, la seguridad individual, los derechos todos que la Constitución acuerda a los habitantes de la república, sin distinción alguna, colocados al abrigo de un poder moderador".
El primer presidente del tribunal, elegido para tal función por el propio Mitre, fue de las Carreras, quien había ocupado nada menos que el cargo de fiscal general del Estado de un gobierno de signo contrario, el del general Urquiza.
De esta primera configuración del tribunal, respecto de la cual el presidente Mitre tuvo la responsabilidad institucional de elegir a todos sus miembros, es posible extraer una lección. En efecto, Mitre comprendió que era necesario dotar a este órgano de jueces verdaderamente independientes, que pudieran cumplir cabalmente el rol constitucional del controlar los actos de los demás poderes. Para ilustrar el punto, nada mejor que las palabras del propio Mitre: "como presidente de la Nación busqué a los hombres que en la Corte Suprema fueran un contralor imparcial e insospechado de las demasías de los otros poderes del Estado y que, viniendo de la oposición, dieran a sus conciudadanos la mayor seguridad de una amplia protección de sus derechos y la garantía de una total y absoluta independencia del alto tribunal".
Las contingencias políticas de la época, la carencia de medios materiales y cierta relativa subestimación de las funciones judiciales ―que penosamente arrastramos desde entonces― provocaron una larga dilación en la efectiva puesta en funcionamiento del tribunal. Tanto fue así que la primera sentencia de la Corte Suprema sólo pudo ser dictada más de un año después de dictada la ley orgánica, el 15 de octubre de 1863.
Los primeros pasos de aquella Corte, que hoy provocan nuestro homenaje, fueron ciertamente valiosos y definieron el perfil del tribunal hacia el futuro. De esa etapa han de considerarse perdurables, en efecto, sus decisiones en materia de libertad de prensa, de vida autónoma del Congreso, de inmunidades parlamentarias, o aquellas referidas a la noción jurídica del poder estatal como poder limitado, que fueran expuestas en los recordados casos "Argerich" (1864), "Lino de la Torre" (1877), "Ricardo López Jordán" (1879), "Calvete" (1884), "Acevedo" (1886), "Alem" o "Espina" (ambos de 1893), entre otros. Principios estos que, cuando fueron respetados por las ramas políticas a instancias de la misma Corte, ejercieron su efecto benéfico y ordenador de nuestra patria.
Asimismo, nació en aquel momento fundacional, por inspiración del modelo estadounidense, la verdadera razón de ser de esta rama del gobierno federal: el control judicial de constitucionalidad.
Este revolucionario sistema de control fue introducido entre nosotros no por la letra de la Constitución histórica, que no decía nada expreso al res-pecto, sino fundamentalmente a partir de la jurisprudencia de la Corte y del fallo "Sojo" (1887). Dijo allí la Corte que la Constitución "es el arca sagrada de todas las libertades, de todas las garantías individuales, cuya conservación inviolable, cuya guarda severamente escrupulosa debe ser el objetivo primordial de las leyes, la condición esencial de los fallos de la justicia federal".
En el ejercicio de esta esencialísima función de control se hicieron realidad las palabras del artículo 31 de la Constitución, que llegó así a ser una verdadera ley suprema, aceptada y querida por el pueblo argentino; una conquista que costó (y cuesta) muchos sacrificios y a cuya obtención contribuyeron en medida no desdeñable, con trabajo paciente y cotidiano, los sucesivos miembros de la Corte Suprema.
A lo largo del siglo XX, la Corte desarrolló y perfeccionó el ejercicio del control de constitucionalidad. En sus interpretaciones fue explicitando los principios elementales de la vida democrática y adecuando el sentido de la Constitución a los tiempos modernos. Ya desde el caso "Avico vs. de la Pesa" (1934) nuestra Corte Suprema sostuvo que las normas deben ser interpretadas de forma que se adapten a las realidades y exigencias de la vida moderna.
Ello hizo posible que, en líneas generales, la jurisprudencia de la Corte y, bajo su inspiración, la de los tribunales inferiores fuera siempre en la di-rección de la ampliación de los derechos individuales y de las garantías instrumentales que los hacen posibles.
Fue así que, por ejemplo, en el caso "Devoto" de 1933, la Corte, estableció tempranamente en América Latina el progresista principio de la responsabilidad del Estado por los daños derivados de los actos ilícitos de sus agentes, apoyándose en los artículos 1109 y 1113 del Código Civil.
También en la década del 30, la Corte fue pionera en la defensa de los de-rechos de los trabajadores. Fue el máximo tribunal quien dio un respaldo político decisivo a las diversas leyes que consagraban derechos individua-les de los trabajadores, como los referentes a accidentes de trabajo, des-canso hebdomadario, trabajo de mujeres y niños, indemnización por des-pido, vacaciones pagadas, en los casos "Quinteros" (1937), "Saltamartini" (1937), y "Elvira Rusich" (1938).
Más adelante, en los célebres casos "Siri", de 1957, y "Kot", de 1958, fue la Corte Suprema quien dio nacimiento a la acción de amparo y planteó por primera vez que los jueces tienen como misión primera la de poner en práctica todos los mecanismos procesales e institucionales a su alcance para hacer respetar los derechos humanos.
Asimismo, y desde un punto de vista sustantivo, fue también la jurispru-dencia de la Corte la que dio un contenido concreto al principio de razona-bilidad del artículo 28 de la Constitución Nacional. Este principio, al que deben sujetarse todos los actos estatales, es el que hizo posible morigerar o anular los excesos producidos en el marco del estado de sitio o exigir que las medidas de emergencia tengan un claro fin público, que existan verdaderas circunstancias justificantes, que se verifique una proporcionalidad entre el medio y el fin y que no exista un supuesto de iniquidad.
Más modernamente, y desde el retorno de la democracia en 1983, la Corte Suprema quedó sólidamente instalada en el marco institucional argentino como un poder moderador y un órgano defensor de los derechos individuales. En ese sentido, es bueno recordar de la década del 80 y entre muchos otros, al caso "Sejean" (1986) que posibilitó el divorcio vincular. Y de la controvertida década del 90 el caso "Ekmekdjian v. Sofovich" (1992), en el cual quedó establecida, nada menos, la plena operatividad de los derechos humanos consagrados en los tratados internacionales.
En la actualidad, la Corte Suprema ha alcanzado una legitimidad suficiente como para ejercer un control de constitucionalidad intenso, en una relación de diálogo, armónica y en pie de igualdad con los otros poderes.
En tal sentido, han merecido aprobación unánime los casos "Halabi" (2009), que amplió la legitimación y los alcances comunitarios del control de constitucionalidad; "Mendoza" (2008), que ha permitido que se ponga en marcha el saneamiento del Riachuelo y "Badaro" (2007), que promete dar una solución definitiva a cientos de miles de jubilados postergados.
Es oportuno señalar que estos 150 años de historia nos enseñan que la Corte Suprema está destinada a ejercer no sólo una función puramente judicial formal, sino que tiene a su cargo una función política que Julio Oyhanarte ha caracterizado como de "salvación institucional".
Muchas de esas intervenciones moderadoras se dieron, naturalmente, a través de sentencias prudentes que lograron encauzar difíciles conflictos políticos. En otras circunstancias, más dramáticas, el país requirió que los miembros de la Corte actuaran con mayor protagonismo.
La primera de estas benéficas intervenciones tuvo lugar a los pocos años de la puesta en marcha del tribunal. Me refiero a los acontecimientos del verano de 1879-1880, cuando una vez más nuestro país estuvo al borde de una guerra civil. Para evitar la desgracia y el inútil derramamiento de sangre fue decisiva la acción del entonces presidente de la Corte, José Benjamín Gorostiaga, quien ofició desinteresadamente como candidato de unidad y fue eficaz mediador entre las fuerzas del general Roca y las de Carlos Tejedor.
Más adelante en el tiempo, la acción de la Corte Suprema fue decisiva para evitar la toma del poder por parte de una facción militar. Me refiero al gol-pe de Estado sufrido por Arturo Frondizi en marzo de 1962. En aquella oportunidad el presidente de la Nación había sido detenido por el general Poggi, quien desplegó sus tanques por la ciudad y llegó a ocupar la Casa de Gobierno. Fue la Corte Suprema quien reaccionó a tiempo, de modo valeroso, y quien con su iniciativa hizo posible la jura como presidente del doctor Guido, con lo que frenó el avance de las fuerzas armadas y facilitó la transición a las elecciones en las que resultaría electo el presidente Illia.
Frente a estas acciones, ciertamente heroicas, no sorprende observar que cada vez que en nuestro país se ha intentado un experimento autoritario se haya removido previamente a la Corte Suprema, sea por la fuerza o por el uso arbitrario de la institución del juicio político u otros condicionamientos.
De modo que estos 150 años de historia nos enseñan que no hay mejor índice para detectar el avance autoritario de un gobierno que el modo en que se relaciona con la Corte Suprema y el Poder Judicial, que es el órgano naturalmente llamado a controlarlo.
La lección, pues, que nos enseña la historia, es que debemos respetar a la Corte Suprema, preservando su independencia y acatando sus decisiones, con lo que no hacemos más que garantizar la vigencia efectiva de la Constitución. El camino contrario ―que nuestro país desgraciadamente ha transitado demasiadas veces― nos conduciría ciertamente al fracaso, porque a esta altura nos resulta a todos evidente, como dijera la propia Corte, que "tan censurables son los regímenes políticos que niegan el bienestar a los hombres, como los que pretenden edificarlo sobre el desprecio o el quebranto de las instituciones" (caso "Fernández Arias", 1960).
Celebremos, por ende, los primeros 150 años de existencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación y respetemos su independencia para que siga siendo la máxima garantía de vigencia de la Constitución Nacional y de las libertades individuales, como lo ha sido hasta ahora. En definitiva, no haremos más que protegernos a nosotros mismos.